Soneto 22
Cuántas
veces, amor, te amé sin verte y tal vez sin recuerdo,
sin
reconocer tu mirada, sin mirarte, centaura,
en
regiones contrarias, en un mediodía quemante:
eras
sólo el aroma de los cereales que amo.
Tal vez
te vi, te supuse al pasar levantando una copa
en
Angola, a la luz de la luna de Junio,
o eras
tú la cintura de aquella guitarra
que
toqué en las tinieblas y sonó como el mar desmedido.
Te amé
sin que yo lo supiera, y busqué tu memoria.
En las
casas vacías entré con linterna a robar tu retrato.
Pero yo
ya sabía cómo era. De pronto
mientras
ibas conmigo te toqué y se detuvo mi vida:
frente
a mis ojos estabas, reinándome, y reinas.
Como
hoguera en los bosques el fuego es tu reino.
Sed de ti.
Sed de
ti me acosa en las noches hambrientas.
Trémula
mano roja que hasta su vida se alza.
Ebria
de sed, loca sed, sed de selva en sequía.
Sed de
metal ardiendo, sed de raíces ávidas...
Por eso
eres la sed y lo que ha de saciarla.
Cómo
poder no amarte si he de amarte por eso.
Si ésa
es la amarra cómo poder cortarla, cómo.
Cómo si
hasta mis huesos tienen sed de tus huesos.
Sed de
ti, guirnalda atroz y dulce.
Sed de
ti que en las noches me muerde como un perro.
Los
ojos tienen sed, para qué están tus ojos.
La boca
tiene sed, para qué están tus besos.
El alma
está incendiada de estas brasas que te aman.
El
cuerpo incendio vivo que ha de quemar tu cuerpo.
De sed.
Sed infinita. Sed que busca tu sed.
Y en
ella se aniquila como el agua en el fuego
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