Las cartas
de amor
Ellos
se conocieron por casualidad, que es como se suelen encontrar los grandes
amores, casi siempre por casualidad, por una llamada equivocada, por un
encuentro fortuito. A ellos lo que les pasó fue que él había quedado en aquel
café con una persona que no vino, y claro, la vio a ella sentada en la mesa del
café, radiante, así que, harto de esperar no se cortó un pelo y dijo:
—“ya
que he venido hasta aquí, no puedo desaprovechar esta ocasión”.
Se
acercó a la mesa y dijo:
—“¿Me
permite?”
—“Por
supuesto”
Esto
solo suele pasar en las historias que te cuentan otros, nunca en la vida real,
por lo general cuando dices:
—“Me
permites”, dicen
—“De
qué”
A lo
mejor ella estaba esperando a alguien que tampoco vino, quién sabe, yo qué sé,
habrá que inventar otra historia en la que ella le dice “De qué”, en este caso
ella lo invitó a él para que se sentase, y él se sentó. Y claro, no había de
qué hablar,
—“¿y
qué lees?”
Lo malo
fue que él no había leído nada del escritor que ella estaba leyendo, mal
empezamos, mal, muy mal, por ahí no.
—“Pues
bonito día”
Pero
enseguida empezaron a profundizar, porque ella dijo
—“Sí,
la verdad es que hace un bonito día”
Y
aunque no lo hiciera. Pero poco a poco él fue venciendo esa timidez que le
caracteriza y fueron profundizando. Al principio él para llamar su atención
contó una que otra mentira, que era escritor, luego reconoció que nunca le
habían publicado nada, pero eso vino más tarde, cuando ya se conocían más,
cuando pasaron del café a la habana con coca cola.
Por
entonces ya estaban descubriendo que tenían más afinidades de las que pensaban
al principio, y compartían gustos cinematográficos, y por eso él le dijo
—“Oye,
y si vamos a ver esta, ¿has visto La vida es bella?” y ella
—“No”,
—“Oye
quedamos el fin de semana”,
—“Vale”.
Y aquel
fin de semana pues, yo no sé muy bien si para sorprenderla o no, pero el caso
es que él rompía a llorar en cada escena en la que aparecía el chaval pequeño,
esto a ella le enterneció, yo quiero pensar que era de verdad.
Resulta
que coincidían en más gustos, y también en lo musical, y le dijo:
—“Oye,
este fin de semana toca Ismael Serrano”,
—“Ismael
qué?”,
—“Pero
a ti te gustan los cantautores?”,
—“Los
de verdad me gustan”.
Pero él
le convenció a ella y fueron. Cuando él empezó a cantar aquella de Vértigo,
pues se atrevió a cogerle la mano.
Y poco
a poco se fueron inevitablemente enamorando, pero no por esto de Ismael
Serrano, ni por el Vértigo, quizá más por aquello de llorar con La vida es
bella.
Una
mañana él se levanta y al abrir los ojos se da cuenta de que está perdidamente
enamorado de ella, y quedaron entonces en aquel café en el que se conocieron
por casualidad. Los momentos importantes suelen coincidir casi siempre en los
mismos sitios, no estoy muy seguro de lo que acabo de decir, pero es una buena
frase. Pero fue en aquel café en donde ella le dijo:
—“Sabes,
creo que me tengo que ir durante algún tiempo”,
—“Yo te
iba a decir casi lo contrario, que te quedaras conmigo para toda la vida”, y
ella dijo –“No te preocupes porque yo estaré esperando el día que vuelva para
retomar contigo este camino que emprendimos, además, cada quince días
puntualmente te mandaré una carta en la que te contaré todo lo que hecho, todo
lo que siento, todo lo mucho que te echo de menos, y todo lo poco que nos falta
para vernos”,
El dijo
que bueno, que vale
—“Pero
que si no te vas casi mejor”.
Pero se
fue.
Fue
entonces cuando descubrió que aquello no tenía remedio y que estaba
perdidamente enamorado, que no había ningún elixir que hiciera que la olvidase,
que no era cierto aquella de que un clavo saca otro clavo, que a veces es
cierto que los amores a primera vista existen, bueno, ¿es que acaso hay otros?.
A los
quince días puntualmente llegó la carta de ella toda llena de besos y de
caricias, de te echo de menos, él lloró, y esta vez era de verdad. Y guardaba
las cartas con mucho cariño encima de la mesilla. Pasaron quince días, y otros
quince, y otros quince, y otros quince, y las cartas se iban acumulando. Y su
vida consistía en esperar a que llegara el decimoquinto día, abrir el buzón y
encontrar la carta de amor en la que ella prometía volver, esperar esa carta en
la que ella le diría que volvía pronto. Y pasaron años, muchos años, y ya las
cartas casi no cabían en la casa, se compró una gran caja fuerte para guardar
todas las cartas, porque eran su gran tesoro, porque vivía para leer las cartas
que ella le había escrito, porque ella era lo que más quería, y así pasaron
creo que diez años, quince, no me acuerdo.
Y un
día ella, sin saber cómo ni por qué, dejó de escribir, y al quince día él se
encontró el buzón vacío, y el alma partida en dos.
Ahora
solo podía vivir del recuerdo, leyendo las cartas que ella le había escrito con
tanto cariño, aquellas cartas eran su mayor tesoro.
Un día
él salió de casa, porque tenía que salir, y unos ladrones entraron en su casa.
Al ver allí la gran caja fuerte no se lo pensaron dos veces, porque pensaron
que debían esconder algún gran tesoro, grandes riquezas, realmente no era. Y se
llevaron la gran caja fuerte.
Imagínate
la desolación de nuestro protagonista cuando llega a su casa y se da cuenta de
que le han robado lo que él más quería, lo que le hacía sentirse vivo algunas
tardes de domingo cuando no sonaba el jodido teléfono, cuando releía aquellas
cartas y aquellas promesas quién sabe si falsas.
Suele
pasar que los ladrones son buenas personas, y este era el caso. Pero imagínate
la cara de los ladrones cuando abren la caja fuerte y se encuentran montones de
cartas de amor, declaraciones imposibles. El jefe de los ladrones se enfadó un
poquito, pues la caja pesaba, y llevarla a la guarida no era moco de pavo.
Nuestro
hombre vagaba casi moribundo por las calles de su ciudad, con la esperanza de
encontrar alguna carta, a alguien que le hablara de una gran caja fuerte llena
de cartas, perdido sin saber ya qué hacer.
El jefe
ladrón lo que dijo es que aquellas cartas lo que había que hacer era quemarlas
o tirarlas al río, lo que fuera, pero que desaparecieran de inmediato. Pero el
más joven de los ladrones era más bueno, y se le ocurrió una gran idea.
Un día
nuestro hombre llegó a casa después de estar buscando toda una tarde, y al
abrir el buzón ¿Adivina lo que se encontró?... Una carta. Los ladrones habían
decidido mandarle las cartas tal y como ella se las había mandado, puntualmente
cada quince días, por riguroso orden.
Ahora
él resucitaba con la esperanza de revivir aquellos momentos en los que quizá un
día leería la carta en la que ella diría:
—“Pronto
estaré allí”.
por Eduardo Galeano
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